24.10.07

* Vadear un río *

El motivo de esta nueva entrega de Ernesto Marín no creáis q es baladí.

Si bien a veces parece que la vida se ralentice, otras corre de manera galopante para mostrarnos de forma confusa, pero al detalle, todo lo que ella nos ofrece... Es en esas ráfagas cuando a uno lo atrapan remolinos y corrientes, cuando se pueden distinguir colores invisibles hasta ahora, sentir el ímpetu de la vida empujándonos con fuerza ó incluso experimentar que volamos sin alas. Y así debe ser. Ofrecer resistencia a eso va en contra de las leyes universales cósmicas de uno mismo. Bendito viento que todo lo mueves!! No pares nunca!!!

Pero esta vida que conocemos es así de juguetona; a días lluviosos le siguen días soleados, a días de viento le preceden otros de más calma. Y sin embargo seguirán siendo días, y sin embargo nunca brillará el sol para el resto de nuestra existencia, y sin embargo tampoco el viento dejará de soplar para siempre.
No existen rumbos apropiados, no existen caminos correctos, no existen destinos fijados, no existen procesos para llegar ¿a dónde? No existen. Y quién piense lo contrario, se equivoca.

Ya lo dijo el amigo Wilde "Lo menos frecuente en este mundo es vivir. La mayoría de la gente sólo existe, eso es todo".

Vosotros veréis.
Alik
(A propósito, el manager del blog no podría ampliar los márgenes del mismo?? Es q me queda fatal así publicao, joer? En fin, allá va igualmente, y de perdíos al río, "from the lost to the river")
VADEAR UN RÍO



Adoro esta jodida vida. En realidad la odio, pero no deja jamás de sorprenderme lo enrevesada que puede ponerse, la de vuelcos que da sin venir a cuento de nada, o de todo, y eso es lo que más me atrae, lo que muchas veces hace que me maraville. Cuando parece que las cosas toman el rumbo apropiado, viene ella y con un misterioso devenir de casualidades, te deja de nuevo en la ciénaga de la confusión, todo lo tergiversa y lo enreda. Es la subida repentina de una mágica sustancia prohibida, rápida, concisa y contundente, la cual te arranca de un tirón del suelo y te eleva súbitamente hasta la más alta de las cumbres para mostrarte una extravagante postura de ti mismo, haciendo equilibrios entre el afiladísimo borde que separa lo desgastado y lo excitantemente novedoso, pues ahí, en ese lugar, todo es nuevo y viejo al mismo tiempo. Ese contraste de sensaciones es la pócima de la que hablo.

Pues ahí me encontraba yo, tranquilo, seguro, siguiendo despacito los pasos que había decidido marcarme, fijando el destino a tan sólo un metro por delante de mis narices. Hacía ya algún tiempo que mi nueva vida había echado andar y me llevaba a través de vacías extensiones de terreno, por parajes de frondosa vida, por ciudades llenas de gentes extrañas, conocidas, indiferentes… Ensimismado en percibir cada detalle de todo lo que acontecía, sin pensar en otra cosa que en dos segundos hacia el futuro, no tardé en encontrarme ante esa contrariedad a la que sin más, sabía me había expuesto. El camino parecía fácil; todo estaba claro, sólo tenía que andar y andar, dejarme empujar por el viento que soplaba detrás de mis orejas sin girarme a mirar si también con él venían hojas, ramas, arena, piedras o cualquier objeto que me pudiera abrir la cabeza. Sabía lo que hacía. Allí me encontré plantado en la orilla de lo que al principio me pareció un arroyo. Me sentí incómodamente contrariado, pues nadie me habló jamás de que, de tanto en tanto, se te cruzaban en el camino ciertos firmes para los que a veces, no estás preparado. Decidido a vadearlo costase lo que costase, me quité los zapatos y metí los pies en el agua…

…¡qué extraña sensación me recorrió todo el cuerpo al sentir esa frescura acariciándome los pies! Miraba hacia el horizonte desde donde venía la corriente, allá, más arriba, observando cómo aquel torrente de agua que quedaba bajo de mí, parsimonioso, lento, empezaba a cobrar vida.
Veía caer la luz filtrándose a través de los árboles, sobre la superficie límpida y ondulante del agua, reflejándose en mi cara, formando dibujos extraños. Agucé los sentidos como intentando distinguir algo de humano en aquellas extrañas formas, hasta que me sorprendió una forma conocida entre tanto destello. Me estremecí al descubrir que aquella forma se asemejaba a un rostro, una cara. Quedé inmóvil viendo cómo poco a poco se iba volviendo cada vez más nítida, más clara… Primero fue el óvalo de su rostro, su cabeza, su pelo. Bajaba lánguida hacia mí mientras las hojas de la época le iban dando un color rojizo a sus cabellos. Su cara se formaba entre las dos orillas, con una redondez alargada y perfectamente definida. No había nada, ni una sola curva que resultara malsonante en la formación de aquella imagen. Seguía intentando poner mis pies en marcha, uno después del otro, hacia un lado, pues me vi encantado por aquella imagen que se iba formando en las aguas que cruzaba.

Ahora el agua casi bañaba mis rodillas. Estaba empeñado en cruzarlo, en llegar a la otra orilla y continuar mi camino, seguro de que aquello que estaba sucediendo no era más que otra de mis extrañas visiones, esas que desde que comencé el viaje me habían estado asaltando y atrayendo, otra de mis queridas y raras formas de percibirlo todo. Avancé un poco más. La imagen de aquel rostro comenzaba a tener cada vez más definidas todas sus facciones. La boca se formaba en el remolino que formaba el agua alrededor de una roca que clavada en el fondo, dejaba asomar su parte superior. Era una boca de labios rosados, carnosos, voluptuosa. Para asombro mío, sonreía, y era una sonrisa cálida, tierna, sincera, que dejaba asomar unos dientes perfectamente colocados que los guijarros del fondo dibujaban sobre el lecho de aquel río. El detalle de la sonrisa lo ponía el labio inferior, que se alargaba hacia delante como explorando con deseo el vacío que se extiende instantes antes de recibir un beso, mientras el superior se contraía hacia adentro escondiendo el secreto sabor de ese beso.
Empezaba a gustarme que algo así me estuviese corriendo entre las pantorrillas, me parecía divertido e inocente dejarme llevar por el juego que en mi cabeza se estaba montando; una fresca corriente de agua con cara de mujer. Nadie me veía, estaba solo, así que me deje llevar por la sensación que me provocaba aquella especie de relación, pensé que sólo era eso, un juego, que aquel caudal de agua en el que estaba medio hundido no pasaría de refrescarme el cuerpo. Miré atento para no perder detalle.
Sus ojos estaban apareciendo. Unos ojos grandes y redondos, extrañamente colocados como por un azar obstinadamente milimétrico. Tenían una forma almendrada, al estilo de esas imágenes sagradas pintadas en los retablos Bizantinos; extremadamente grandes, como para resaltar todavía más su tamaño, cercanos e intrigantes, escrutándolo todo, hasta el alma.
Nada podía detener mi paso hacia la otra orilla, sólo tenía que seguir cruzando, pero notaba cómo el agua me llegaba a la cintura, mientras por debajo la corriente empezaba a empujar mis piernas más alegremente. El cosquilleo me pareció sensual, morboso, pues en mi sexo notaba como aquella líquida mujer, despertaba un extraño y lujurioso deseo. Una sonrisa envenenadamente pícara asomó en mi cara. ¿Acaso alguien en su sano juicio tiene la oportunidad de dejarse acariciar tan íntimamente por una mujer así? No. Ahora algo más que un cosquilleo me recorría las entrañas. Sentí vergüenza por pensar que estaba haciendo el amor a algo a quienes muchos otros jamás hubieran dado forma, o al menos aquella. Sentí placer. Volví a mirar alrededor de mí. Nada, seguía completamente solo. Hacía un instante me había avergonzado, ahora quería repetir. Pronto llegaría al otro lado, así que sin pensarlo mucho mas, decidí seguir hundiéndome en aquel agua, hasta el pecho; decidí hundirme de nuevo en aquella mujer. Clave con fuerza los pies en el fondo, pues sin darme cuenta, la corriente por debajo estaba volviéndose cada vez más intensa. Incliné mi cuerpo hacia delante para vencer las embestidas que, lejos de mi visión, el río me daba en el fondo.

Entendí que aquello era una auténtica locura, que sin embargo estaba dispuesto a disfrutar. Miré de frente aquel rostro decidido a acabar con mi segundo ataque de deseo. Esta vez sentí miedo mirar sus ojos. Aquellos preciosos ojos de agua me miraban ahora con diferente expresión. Parecían querer contarme cosas, parecían hablar tan claramente con el líquido en que estaban delineados, así que acepté aquella mirada de frente, pensando que muy pronto, todo habría pasado, que mis pies estarían secos y al otro lado. El miedo me asaltó en ese mismo instante, justo en el momento en que al prestarles atención, todo lo que intentaban expresar, estaba formado por un lenguaje asombrosamente conocido. Era increíble pero, ¡entendía a aquellos ojos! El río me hablaba a través de aquellos ojos formados en su superficie y... ¡yo lo entendía! Si en ese momento el agua hubiese formado palabras claramente escritas en las riberas, bajo los arbustos, en el mismísimo fondo, no lo hubiera entendido mejor que a aquellos ojos. Ya no era la cara, ni la boca, ni tan siquiera el saber que era mi cabeza la que estaba elaborando toda aquella locura lo que me asombraba, eran esos ojos, tan elocuentes, unos ojos que hablaban con una sencillez y una claridad pasmosa, unos ojos que brillaban punzantes y decían cosas desvelando secretos que nadie jamás hubiese adivinado sin haber nacido al mismo tiempo y en el mismo lugar que aquel río. No dejaba de mirarlos, no podía. Sabía que tampoco podía permanecer allí para siempre, pues hubiese acabado ahogado, pero ¿de que manera podía yo apartar la mirada de algo tan excepcional como aquello? Es más, ¿quien era yo, pobre diablo, para negarme a disfrutar del espectáculo que se me estaba mostrando? Cada vez que los miraba, el agua se tornaba más cálida, como si a aquel rostro le subiera un maravilloso rubor que me hacía parecer más poderoso ante la fuerza de la corriente. Lo hacía, realmente veía cómo me apartaba la mirada, para un instante después devolvérmela con más calma, haciendo otra vez más fresca y sensual el agua que me envolvía. ¡Qué locura sentir todo aquello! La corriente se hacía más intensa, casi me arrastraba, empujando ahora con más violencia mi cuerpo, el cual iba perdiendo el equilibrio que lo sujetaba firme al fondo. Parecía como si aquella mujer estuviera intentando retenerme, sabiendo que tenía un lecho marcado hacía mil años que tenia que seguir, o en realidad se estuviese aferrando a mí como para no tener que seguir hasta morir en el mar. Yo sentía que me llevaba hacia el fondo; pensaba que al igual que aquella irresistible agua, podría acabar también desembocando en el fondo del océano. Mi cabeza apenas asomaba por encima de la superficie, pero seguía avanzando hacia la otra orilla, cada vez más cercana, y el torrente furioso no encontraba el recodo en el que volver en forma de remolino, para pararse de nuevo a rozarme, a acariciarme sin bravura, suavemente. Una lucha contra el destino, una pelea maravillosa entre dos seres con caminos propios, extraña y casualmente cruzados en un punto. Ninguno por encima, ninguno sobre el otro.

Quizá llegué al otro lado, puede que no. Quizá lo esté recordando desde el presente, quizá lo vaya a ver desde hoy, ahora mismo.

Ahora sólo pienso que es curioso cómo se suceden las cosas, con qué precisión el puñetero proceso en el que vagamos, acierta a colocar terreno arenoso justo cuando crees que empiezas a pisar un firme sólido y limpio.
Pero sería de rematadamente estúpidos negar y despreciar las cosas que con tanta pasión han sido colocadas para hacerte perder el equilibrio, y de jodidamente cuerdo e inhumano desviar, mediante la indiferencia, el cauce de un río que un día, pudo haberte refrescado, pudo haberte dado un motivo para mirar atrás sin arrepentimiento

Ernesto Marín

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