21.5.07

Nueva entrega de Ernesto Marín

Ya sé q os gusta, ya. A pesar de q no merecéis ser testigos del seudo nacimiento de este nuevo "escritor emergente" (pq ni blogueáis, ni sacudís, ni os la cascáis, ni ná de ná. Muertos estáis!) una se ha de ganar el pan como editora... Así que para esas mentes no estáticas, esas q buscan algo más q un mero cuento para ir a dormir... Hoy: El auténtico peligro de las drogas (Advertencia: absténganse espíritus delicados, sensibles, dengues y aprensivos. Puede herir la sensibilidad de algún perdidico/a. Avisados estáis. Ahora ya es cosa vuestra. No digáis q no os lo advertí)
Alice in Chains
El auténtico peligro de las drogas

Lo que a continuación cuento, puede resultar infantil o como te dé la gana llamarlo, pero no es ni más ni menos que una especie de venganza particular y ridícula, que por lo menos, a mí, en ese momento, me proporcionó un especial regusto y satisfacción.

Salí aquel sábado por la noche a tomar unas copas por aquel lugar que tanto odio querer. Había quedado con una antigua y buena amiga con la intención de mostrarle cómo eran de reales aquellas barbaridades que le contaba sobre el pueblo en el que entonces trabajaba. A veces el destino te deja caer sin más en rincones que jamás en tu imaginación hubieras pensado que seguían existiendo en los años que corren…vamos, un pueblucho deprimido del que evitaré mentar su nombre (así me ahorraré el linchamiento público en el patíbulo de su plaza principal) lleno de personajes agro peculiares y obtusos (aquí generalizo y no debería) de entre los cuales y exprimiendo mucho el limón, he conseguido sacar muy buenos amigos ¡¡Alabado sea el señor!!
Salimos del primer local ya con cierta predisposición inocua a la critica popular, también agravada por las incontables cervezas que entre comentarios nos íbamos metiendo y que nos iba dejando esa sensación de valor que todos experimentamos tras desaforadas libaciones que…¡¡perjudicados, coño!!

He de describir un poco a mi amiga, pues sin ella, el insulto que sentí y la posterior venganza no tendrían sentido. Es una chica bien parecida y con mucha clase, inteligente a la par que…¡¡que esta muy buena, joder!! y reconozco que, aún siendo mi amiga y quererla como tal, yo también me la hubiese querido ventilar.

Llegamos al segundo bar y penúltimo del pueblo, en el que ya danzaban ciertos personajes con los cuales pude hacer, no sin esfuerzo, amistad; los amigos del bar, sí, relaciones de esas de paja, animadas siempre al amor de botellas de cerveza y conversaciones del tipo “mi polla está en consonancia con el BMW que papá me regaló con el sudor de su frente y el gas-oil de su tractor”. De entre aquella fauna, destacaba uno en particular (ahora ya sé por qué me ha venido a la cabeza un BMW) y no por su personalidad ni por su porte ni nada que se asemeje. Era el último camellete de medio pelo que a esas horas quedaba en el local y que no sé por qué razón se acercó a saludarme efusivamente (sí lo sé). No suelo ser de los que desprecian un saludo y como buen consumidor de sustancias, en este caso menos. La cosa empezó bien, unas palabras amigables, unas invitaciones a copas para más tarde hacer algún que otro viaje a su coche (¿os he dicho que odio el tunning?), vehículo muy acorde con su estilo patético y personal, su sello de oro macizo en los dedos a juego con el de su cadena alrededor del cuello, su peinado modernillo estilo concursante de Gran Hermano, en fin, de esos que abundan en todas partes y que te hacen sentir cierta nostalgia del “Príncipe Gitano”, tan genuino y menospreciado.

Todo empezó a complicarse en el momento en que tomó a mi amiga por objetivo, empezando a lanzarle darditos malintencionados, aunque no lo culpo por eso. Se le había subido aquello a lo que nos invitaba, pero no le subió más de la polla, creo yo, pues se le notaba ya demasiado que pretendía follársela. Lo que de verdad me molestó fue que no entendiese la ironía de las respuestas que mi amiga le soltaba, mejor dicho, le escupía en la cara, subida a ese pedestal en que la situación y el imberbe la dejaban. Mientras el tío aquel le rosigaba sin piedad el oído, ella me lanzaba miradas de complicidad a las que yo respondía con esa sonrisa cabrona que te da el saber por donde andan los tiros. Parece que sin ningún tipo de escrúpulos lo había conseguido poner en situación, para que pensara que ya lo tenía todo vendido y que, en cualquier momento la tendría a su disposición. Me sentí un poco mal, pues aún sabiendo que para ella era un juego, mi yo interno me repetía una y otra vez que había que hacer algo para al menos, resarcirme yo también de alguna manera y no dejar que toda la responsabilidad de aquel juego recayese sobre ella. La ocasión se presentó clara en el último de los viajes al que nos invito. Insistió mucha para que ella pasara al asiento delantero con él mientras yo me iba a la parte trasera del carricoche aquél. Seguramente la felicidad que nos supone a todos el haber pillado cacho, lo vertió a un estado de generosidad inusitado, por lo que volcó todo el saco que llevaba en la mano, para invitarnos, a ella, a la mejor loncha de la noche y, a mí, a la de despedida. Pasó por entre los asientos la carpeta de seguros en la que estaba todo aquel montón de…lo que fuese aquello, para que yo me entretuviese mientras él, incansable, seguía insistiendo convencido de que ella estaba dispuesta. Trabajé despacio, con la cabeza sólo puesta en el recurso tan bobo que había ideado para mi venganza. Machaqué todo aquello y fabriqué tres líneas del tamaño de mi meñique, saque un billete para fabricar un turulo y le pasé la primera a ella. Terminó, lo levantó y lo ofreció para el siguiente. Casi se lo quité de las manos para que mi turno fuera el siguiente, esnifé yo también, pero esta vez, y antes de dárselo al propietario, dejé que se enrollara de nuevo con su perorata llena de alabanzas a la sustancia a la que nos estaba invitando. Entonces tranquilamente, me recliné en el asiento, con el billete enrollado en una mano, mientras la otra hurgaba frenéticamente en mi nariz, intentando capturar el moco mas aguerrido que mi enorme fosa albergaba. Lo arranqué con decisión, cosa que arrastró parte de la mucosa todavía líquida que me quedaba, lo apelotillé con disimulo y lo coloque sin más dentro del rulo de manera que no quedase muy pegado a él. Pasé la carpeta y aquel tío se admiró por el tamaño de línea que le habíamos dejado. Colocó el billete en su nariz, se agachó y…¡¡dios, que fuerza la de sus pituitarias, que avidez para el esnife!! Casi pude oír el crujido que dio aquel moco al pasar desde el tubo a su nariz, derechito a su cerebro. La fuerza con que aspiró mis desechos nasales lo volcó contra el asiento mientras sujetaba el billete dentro de su nariz, como para que no quedara nada que desperdiciar…
Unos minutos más tarde, y ya en el local de nuevo, cuando comprendió que no tenía nada que hacer con ella, se me acercó sigiloso por la espalda y pegándome su boca al oído me dijo: ¡Qué bueno está el tema eh! ¡¡¡Y vaya PIEDRAS!!!

Ernesto Marín

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